LA ÚLTIMA NOCHE DE RODRIGO
DE LAS NIEVES
Por Luis López Nieves
Por Luis López Nieves
el color de un suave pueblo
que si moría, moría de amor
José Manuel Torres Santiago
que si moría, moría de amor
José Manuel Torres Santiago
Don Rodrigo de las Nieves,
nieto de conquistadores, dormía la noche del 23 de noviembre en su casa de la
calle del Cristo, un poco más arriba de la Catedral de San Juan. A su lado,
envuelta en un largo camisón de batista suiza, soñaba acurrucada su mujer doña Pilar
de Adornio, con las manos entre los muslos y la boca en el cuello de su joven
marido. Un delicado mosquitero de muselina blanca les protegía el sueño.
En la sala, sobre el piso de
barro, dormían sus esclavas Juanita y Francisca. La noche era silenciosa,
tranquila, oscura, como todas las calurosas noches de San Juan. Por eso pudo
oírse con tanta claridad el atroz cañonazo que desde la boca de la bahía
despertó a todos los habitantes. Sin tiempo para reaccionar, los sanjuaneros
petrificados escucharon el agudo silbido de la bala de cañón que volaba hacia
la ciudad, y saltaron de sus camas cuando el tremendo impacto de la bola de
hierro voló la garita de Santa Juana en pedazos diminutos y mandó al centinela
González al fondo de la bahía para siempre.
La ciudad tembló con el
golpe. Algunos niños, que no habían tenido tiempo para levantarse al oír el
silbido, se cayeron de las camas. En un santiamén se prendieron velas en las
casas y la ciudad despertó de su sueño. Doña Pilar de Adornio, toledana criada
en San Juan, abrió los ojos con el vil cañonazo. Con el estallido que despedazó
la garita de Santa Juana se abrazó con fuerza al cuello de su marido y pidió
misericordia al Señor. El criollo Rodrigo de las Nieves besó a su mujer en la
frente olorosa a sándalo, saltó de la cama y vistió con orgullo el nuevo
uniforme de miliciano que guardaba en el baúl de su abuelo el conquistador. Con
la rapidez que había ensayado muchas veces durante los simulacros de combate,
calzó sus botas de cuero reluciente y se colocó el peto de acero. Antes de
ceñirse la espada toledana que le había regalado su esposa, besó la cruz de la
empuñadura. Luego se colocó dos pistoletes en el cinto y se puso el casco. Doña
Pilar de Adornio se arrojó de la cama cuando escuchó un segundo disparo de
cañón proveniente de la boca de la bahía. Se despojó del camisón y comenzó a
vestirse de prisa, en la oscuridad, cuando oyó por segunda vez el ominoso
silbido que se acercaba como un relámpago de hierro. En seguida se escuchó una
segunda explosión: el proyectil golpeó las murallas de La Fortaleza y las
calles de la ciudad temblaron.
Las esclavas Juanita y
Francisca entraron espantadas a la alcoba, con una vela encendida y sin tocar a
la puerta. Pidieron auxilio a don Rodrigo de las Nieves, quien le ordenó a las
tres mujeres que se quedaran en ese aposento y no salieran bajo ninguna
condición porque era el cuarto más sólido de la casa. Estallaron varios
cañonazos más mientras el marido, sin perder un minuto, bajaba el escudo de su
abuelo que colgaba de la pared y se llenaba los bolsillos con sacos de pólvora.
Las tres mujeres, sentadas en la cama, lo observaban sin decir palabra.
—¿Es el Draque? –preguntó de
golpe la hermosa doña Pilar de Adornio, el largo pelo negro desparramado sobre
los hombros blancos. Se había puesto el traje al revés y seguía descalza.
Respiraba con dificultad, a sorbos, luchando por controlar los nervios.
—Esta vez acabaremos con
esos piratas –respondió su marido.
(Fuente: CiudadSeva)
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