Una
broma extraña
Por Agatha Christie.
Como
era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba
extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de
aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de
trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera
decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y
morena... él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian
dijo, algo cortada:
-¡Oh!,
estamos encantados de conocerla.
Mas
sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana
Helier.
-Querida
-dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella.
Te dije que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-.
Usted lo arreglará. Le será fácil.
La
señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor
Rossiter.
-¿No
quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana
es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un
apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien
que era... que haría... que podría...
Eduardo
acudió en su ayuda.
-Juana
nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los
ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh,
no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo,
una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado
usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.
-Me
temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo
Rossiter.
-¿De
veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí?
¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No
hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones
como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es
terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.
-¿Lo
ha intentado ya?
-Yo
diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos
convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o
papas.
-¿Podemos
contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues
claro, querida.
-Entonces
busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y
abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar
aquella estancia tan concurrida y llena de humo.
Cuando
estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno,
ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío
abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos
quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros.
Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse
entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura...
no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos lo queríamos..., pero
llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado
resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los
dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El
bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos
contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar
un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo
estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y
Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora de escena de un teatro...
cosa muy interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de
casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que
llegaría un día en que heredaríamos.
-¡Y
ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más,
Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá
que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío
Mathew, tendremos que venderla.
-Charmian,
tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien,
habla tú entonces.
Eduardo
se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá
usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más
suspicaz, y no confiaba en nadie.
-Muy
inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la
naturaleza humana es inconcebible.
-Bueno,
tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un
amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar
en su abogado, y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo
se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de
oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
-¡Ah!
-dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí.
Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría
interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El
dinero -decía- hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en
el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar
su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de
dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece
probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar
tranquilo -explicó Charmian.
-¿No
dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto
es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante
varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos,
se rió... con una risita débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de
tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces
murió...
-Se
señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca
alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace
pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero
nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.
-No
-dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana
nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó
Charmian, contrariada.
-No
soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío,
ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus
alrededores.
-¿Y
si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno,
la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita
Marple.
-¡Sencillo!
-repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal
vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la
solterona repuso con presteza:
-Bien,
querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un
tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados!
-concluyó con una sonrisa resplandeciente.
(Fuente: Ciudad Seva)